Somos el lugar donde nacemos, el sitio donde crecemos, la habitación donde nos cobijamos. Los espacios hablan de nosotros. Con esa filosofía, el fotógrafo James Mollison retrató durante años los rincones donde duermen los niños de este mundo. Una galería que plasma la desigualdad. Y el coraje con que los más pequeños se enfrentan a la vida.
Somos más la tierra donde hemos nacido (y donde hemos crecido) de lo que imaginamos”. Lo dijo el escritor portugués José Saramago. Y sí. Somos tierra, casa, cuarto, olores, sabores, sonidos, el árbol bajo la ventana, los cuadernos del cole, los libros, los padres y amigos, lo vivido… A través de los espacios y materiales de construcción de las habitaciones que se ven en estas imágenes se adivina la situación en que viven y crecen, el entorno, el país al que unos y otros de los fotografiados pertenecen. A través de los detalles y objetos: hay papeles pintados en paredes y suelo, banderas, armas, juguetes, muebles de diseño, cabras, martillos de trabajo esclavo, retratos del hermano mártir o de Mao, guitarras, trofeos de yudo, cuentos, coronas de reina, esteras, un sofá desvencijado o un colchón sobre la tierra, literas, la verja metálica, la tienda de campaña, la ropa amontonada, las muñecas, los adornos de la tribu, la basura, los pósteres, los techos altos o los de madera o metálicos o de uralita o señoriales, los sin techo, las cajas de plástico con nombre para guardar las pocas pertenencias de huérfano o los grandes armarios listos para el exceso del hijo único y rico…
Esta galería fotográfica de James Mollison (Kenia, 1973) titulada Donde duermen los niños es una suerte de mapa interno de la gran casa del mundo que todos habitamos. Para completarla necesitó cuatro largos años durante los cuales no tuvo “ni plan ni agenda, salvo curiosidad e interés por las historias”. Viajó donde pudo, a menudo mientras realizaba otros trabajos. “Y muchas fotos son producto de encuentros casuales”, según dice en el libro. Encuentros como el de Kaya (la niña que abre este artículo), con la que se topó un día por las calles de Shibuya (Japón). Iba con su madre, vestida tal cual luce aquí, de muñeca: “Yo había visitado ya varias casas ricas, pero los dormitorios eran pequeños, decepcionantes. Les pregunté si podía tomar fotos de Kaya en su casa. Y al llegar no daba crédito: ¡esa habitación, pero si su padre es ferroviario! Kaya me desmontó el tópico de que la riqueza equivale a más lujo”, cuenta ahora por e-mail. Como le desmontó el de la pobreza en Occidente Alyssa, en pleno Kentucky (EE UU), cuando vio el techo de su chabola desmoronándose sin remedio, o el niño rumano anónimo que dormía a la intemperie en Roma (Italia).
Tiene esta mansión común 56 habitaciones/fotografías, tantas como niños incluidos en este proyecto, nacido de la mano de Fabrica, centro de investigación de la comunicación de Benetton, y realizado con apoyo de la ONG Save the Children (pensado para convertirse en exposición y libro, editado por Chris Boot, con textos de Amber Mollison). Éstas muestran el universo de cada uno en particular y el de la infancia en general, pues se podría extrapolar al de los casi 3.500 millones de menores que existen hoy y hasta a los que lo fuimos un día: aquí y así vives, así duermes, esto posees, así vistes, así eres… viene a decir Mollison.
Vas de una foto a otra, como puertas que abres, miras, y aparece, por ejemplo, Lay Lay, de cuatro años, que vive en un orfanato en Mae Sot (Tailandia) como refugiada de Burma que es, en una estancia amplia que sirve por el día de escuela y comedor y por la noche transmuta en dormitorio. Ella y sus 21 compañeros, al oscurecer, separan con cuidado las mesas, extienden las esteras y se tumban juntos, a dormir y soñar. Cierras.
“Cuando en 2004 Fabrica me pidió ideas sobre los derechos de los niños me encontré pensando en mi espacio personal, en la habitación en Oxford donde crecí, en el significado que tuvo en mi niñez y cómo me reflejaba”, sigue Mollison. Y la recuerda: “Mi cama era mi reino personal; el cuarto era pequeño, un ático con vigas inclinadas en una casa adosada. Allí dormí entre los 2 y los 19 años. Primero, decorada con animales de madera de Kenia, donde nací, y un oso de peluche de mamá. Poco a poco la hice mía, cambié su contenido para reflejar mi identidad, intereses y aspiraciones…”.
Quiso buscar el autor un modo distinto de representar a estos niños. “Todos estamos familiarizados con el pequeño sonriente en harapos, o con las fotos de los desastres naturales y guerras, pero siempre tuve la sensación de saber muy poco acerca de sus vidas. Y no quería solo hacerlo en países en desarrollo, que a menudo se cree viven casi en otro planeta. Allí y aquí. Quería mostrar que muchos niños tienen también una vida difícil en Occidente”. Se leyó la Declaración de los Derechos Humanos. “Su primer artículo dice: ‘Todos nacemos iguales’. Una intención noble, pero completamente falso”. Supo que hay 24.000 menores que mueren cada día (en 2009) sin llegar a cumplir ni cinco años; mil millones que son víctimas de algún tipo de violencia; 24% de ellos en países occidentales, como España, que están en riesgo de pobreza…
“Hay algo muy íntimo en el espacio donde uno duerme; es añadir una capa adicional al retrato”, afirma Mollison. Se le ocurrió que una manera de mostrar los problemas que afectan a los menores es enseñando sus cuartos, fotografiarlos primero a ellos sobre fondo neutro, y luego, por separado, su dormitorio, tal cual, para no distraer con la presencia física. “Al principio pensé llamar al proyecto Bedrooms, habitaciones, pero pronto me di cuenta de que no podía: ese concepto no existe para millones de familias que duermen juntas en una estancia y millones de menores que lo hacen donde pueden, la cocina, el porche, la acera… Aprendí a pedir ver el ‘espacio familiar’. Entendí el privilegio de haber podido tener un reino personal para dormir y crecer”.
Abrimos otra puerta: ahí aparece Joey, de 11 años, vive en Kentucky (EE UU) y sabe manejar armas, abundan en casa, su padre es cazador y él también. O Schuyler, de seis años, habitante de Manhattan (Nueva York) que tiene cuatro teles en casa y desde los seis meses sabe de ordenadores. O Camila, también de seis, ciega, que vive en las favelas de Brasil y necesita una hora para llegar a la escuela. O Netu, de 11 años, que mendiga en Katmandú y forma parte de esa lista extensa de “niños dejados atrás”, los padres marchan lejos para sobrevivir con el resto de familia dejando que los mayores se busquen la vida. Probablemente nunca más volverá a ver a los suyos. Cerramos.
La habitación propia está relacionada con el juego y el sueño reparador, con los sueños. Es donde se cobija la ilusión, la fantasía, el miedo; donde el cuerpo se recupera, se arma, se resetea de un día para otro. La importancia del descanso ha llenado libros, y hasta existen institutos del sueño que se ocupan de sus trastornos y aconsejan remedios. Y muchos son los que de ella han hecho ficción, cientos en la literatura: la habitación de hotel en Moby Dick, la de Tom Sawyer; la familiar y deseada por Peter Pan; las estancias mágicas donde habitan Alicia, Harry Potter o los chicos que transitan por los mundos paralelos de Narnia…; las de los incontables campamentos, barcos, naves espaciales que pueblan los cuentos.
Abrimos de nuevo la galería de Mollison. Encontramos mucho mundo extremo: Jaime, de nueve años, en su ático en la Quinta Avenida de Nueva York, y Lehlohonolo, de seis, en Lesotho. El primero va a una buena escuela, su agenda de extraescolares se desborda: yudo, chelo, fútbol, y le gusta fisgonear las finanzas en la web de Citibank. El segundo vive con sus tres hermanos, huérfanos del sida, en una choza de barro; duermen en el suelo, se abrazan en busca de calor en las noches frías. Dos de ellos van a una escuela a ocho kilómetros de distancia, allí les dan las raciones de alimentos. “Y Lehlohonolo no podía recordar la última vez que comió carne”, cuenta Mollison. “Es probable que vivan en la pobreza el resto de su vida, el cultivo es difícil en esa tierra estéril”. Cerramos.
La habitación propia ocupa hueco en la memoria. Durante años. ¿Se acordarán estos niños de ellas? Haga la prueba. Pregunte a algunos adultos cercanos cómo la recuerdan y a casi todos se les encenderán los ojos. La ven, sin estar. “La recuerdo con muchos juegos, con la complicidad de mi hermano, con el que estaba siempre recochando. Cómoda, con camas, mesilla, techos altos, mucha luz natural, del trópico, con ventanas al patio, donde había un árbol de mamoncillo, muy frondoso, y ese rumor de las hojas batidas por el viento que aún oigo” (cuenta un colombiano). “Con cama, una mesa abatible donde se supone debía estudiar, un corcho para pegar dibujos donde un día escribí ‘OTAN, no’, pintada que vi en la calle y reproduje porque me pareció llamativa” (dice un sevillano).
“Era muy tradicional, camitas con cabecero, papel pintado, colchas de cretona de flores lilas, y virgencita encima; era solo para dormir, el rincón de confidencias con mi hermana, un mundo femenino, en contraposición a la de mis hermanos, con colcha a cuadros” (otra de Logroño). “Pequeña, con armario enorme y una cama diminuta en la que me acurrucaba con el niño Jesús en lo alto, la foto de mi primera comunión en la pared, una ardilla disecada y un payaso de cristal. Tenía poca luz, daba a un patio, un piso de barrio obrero de Miranda de Ebro, y con una mesa camilla con tapete de ganchillo hecho por mi madre” (en Burgos). Cerramos. “Vivimos en nuestra memoria”, dijo Saramago. Somos nuestra propia memoria.